El día más triste
Por Juan José Fernández
Fue un 16 de Agosto. La tarde reposaba los rigores de un verano ya maduro y las gentes hacía días que habían reanudado sus quehaceres en las fábricas de juguetes, tras haber disfrutado su quincena (aproximadamente) de vacaciones estivales; por aquel entonces, las daban siempre -no había elección- el 18 de Julio, conmemorando el “Glorioso Movimiento Nacional”. Así se nos decía, así se nos imponía.
Ibi, a la sazón, tenía la mitad de los habitantes que tiene en la actualidad, o tal vez menos. La muerte se nos presentó ataviada con su manto negro y su guadaña. Del primer zarpazo se llevó con ella una treintena de seres que honraban su condición trabajando para ganarse el sustento; después volvería la “parca” para llevarse a algunos de los que había dejado heridos.
La villa había comenzado a enlutarse en las primeras horas de la tarde: a un tractor se le fueron los frenos en un taller de reparaciones y se fue contra una pared, matando al hombre que lo reparaba. Semejante desgracia ya es bastante, por sí sola, para afligir a un pueblo, donde las noticias se propagan pronto, porque las distancias son cortas, más la cosa no quedó ahí; aquello, con ser tremendo, sólo fue el preludio de la enorme tragedia que se avecinaba.
La explosión se produjo entre las siete y las ocho de la tarde. No sólo atronó a la villa, sino al valle entero. Aunque la llamada <> estaba ubicada a una distancia prudencial de la periferia, cada vecino y cada trabajador desde su puesto, pensó que el brutal estallido había ocurrido en la casa de al lado. Los cristales de puertas y ventanas de los barrios más cercanos saltaron de sus marcos y las modestas viviendas fueron sacudidas desde sus cimientos por la honda expansiva.
Quedó un silencio de panteón. Nadie nos atrevíamos a movernos del lugar en que nos había pillado el tremendo estampido; quizás nuestro instinto nos barruntaba que el próximo paso que diéramos podía ser el de nuestra definitiva perdición.
Aquel silencio, seguramente, duró sólo unos segundos; pero quienes lo vivimos, no podríamos precisar si fueron horas, o siglos, ya que el tiempo del miedo y la incertidumbre, no hay reloj capaz de medirlo. Después vino el correr despavorido de las gentes, los gritos desgarrados de muchos y el llanto callado y amargo de todos.
La noche, más noche que nunca, envolvió con su negrura al pueblo y a su tragedia. No había más luz que la de las ambulancias que transportaban cuerpos moribundos al hospital Oliver de Alcoy, o cadáveres a la iglesia de la villa, donde se habían amontonado los escaños y ocupaban su lugar hileras de ataúdes.
Alguna vez, me doy una asomada por el lugar de la tragedia. El solar está cercado con alambrera, tal como quedó tras la masacre. Los escombros del inmueble han sido engullidos por la hierba de 39 primaveras; todo sigue tal como quedó, aunque yo no puedo evitar revivirlo con los personajes y la amargura de aquellos aciagos días, y me digo: algún día, se le ocurrirá a alguien hacerle a este lugar una cerca más presentable, plantar unos árboles y, hasta poner una piedra con los nombres de aquellos desdichados, que murieron sólo por querer vivir de su humilde trabajo. Que descansen en paz.
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