Puntos de encuentro
por J.J. Fernández Cano
Hay municipios que los llaman ecoparques, otros “punto limpio” y no faltan quienes (en plan jocoso) les dan el nombre de “rastrillos”. Lo cierto es que todos los ayuntamientos que han adoptado la norma de asignar un lugar en el que poder dejar los trastos que sobran en casa, merecen que se les cuelgue una medalla. Y no lo digo con segundas.
Ojalá cunda el ejemplo y cada población disponga de su lugar en el que dejar los residuos de nuestros excesos consumistas; últimamente esto había llegado a ser un problema al que no se le veía fácil solución, barrancos umbríos, enmarañados de zarzas y matorral en los que antaño anidaban los ruiseñores y endulzaban de trinos los atardeceres primaverales, se iban transformando en inmundos vertederos en los que se retrataba la desidia humana. Los contenedores cuya misión era guardar las balsas de basura hasta que viniera el camión a recogerlas, se transformaban de un día para otro en auténticas montañas de televisores, camas rotas y sillones despanzurrados.
Paradójicamente, el desenfreno consumista ha aumentado y, sin embargo cada vez vemos menos cachivaches tirados por cualquier parte. La cosa tiene fácil explicación: con esto de los ecoparques no sólo se va solucionando el problema de dónde desembarazarse de los trastos que ya no deseamos, sino que se ha establecido un nuevo sistema de “tomo o dejo” que comienza a funcionar como una máquina bien engrasada. Estos lugares raramente están solos; su parroquia se podría dividir en tres grupos: los que van a dejar lo que no quieren, los que van a ojear los artículos que van dejando (sobre todo muebles) por si algo les viene bien, llevárselo a casa y, un tercer grupo que hace a pelo y a lana; quiere decirse que si los sillones que acaban de descargar están en mejores condiciones que los que se tienen en casa, se les pega el cambio. Sólo es cuestión de aplicarse el cuento de: “dejo y tomo”.
En generaciones pasadas, los muebles y demás útiles del hogar pasaban de padres a hijos y si se les rompía una pata o desajustaba un cajón, siempre había un profesional dispuesto a recomponerlos por un módico precio. Ya hemos pasado (lo que hace el progreso, oiga) a tirar todos los muebles de un comedor porque hemos encontrado un diseño más original o porque los antiguos no nos hacen juego con la corbata. En fin, siempre queda el consuelo de que habrá alguien dispuesto a salvar a esos enseres del desahucio.
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