FACUNDO CABRAL: Un milagro en Ibi
POR ANTOLÍN CASTRO
No hacía falta mas que acudir. Estaban convocados todos. Los artísticos carteles indicaban el día, lugar y hora. No se podía dar nada por menos, pero no todos quisieron estar presentes cuando se obró el milagro.
No hizo falta abrir el telón, pues estaba abierto. Nada impedía que circulara el aire entre las butacas y el escenario. Nada había que ocultar, ni especialmente nada material iba a aparecer. Se apagaron las luces y se oyó una voz. Una invitación a participar en el acontecimiento; un muy especial acontecimiento: Desde Buenos Aires hasta esta tierra alicantina, llegó la buena nueva, la presencia de un cantor llamado Facundo Cabral.
Lentamente, con paso débil, bastón en mano, se aproximó allí donde el foco le tenía iluminado su sitio. El gran escenario fue ocupado por un hombre y una guitarra. Y digo bien, los aproximadamente cien metros cuadrados, que me pareció podía tener aquel escenario, estaban totalmente ocupados. Una intensa humanidad lo había llenado provisto, eso sí, por un arma poderosa, una guitarra. Hermosa herramienta, que sabe del trabajo y de viajes mas que todos los sindicatos y Viajes Halcón por citar un solo ejemplo.
Alzó la voz, si bien ni la levantó ni hizo esfuerzo alguno, pero todos supimos que estaba alzada. Rasgó por primera vez las cuerdas de su guitarra y supimos que no iba a ser en balde. Sentado tras trabajoso esfuerzo, aparecía allí como estaba, iluminado por los focos, quien haría posible que fuera todo el teatro el iluminado; iluminado de su voz y su mensaje; de sus canciones y versos; de su amor y de su humor; de su verdad y la nuestra; de su vida y de sus obras; de sus amigos y hermanos... y estaban todos, que eran tantos o más que los que aplaudíamos cada vez que nos daba oportunidad, que no eran muchas; pues no vino a escuchar aplausos, sino a regalarnos todo cuanto su vida le ha regalado a él: la sabiduría de quien ha paseado el mundo para poder contarlo.
Y poco a poco se iba obrando un milagro. Casi nadie sabría quién era ni él ni su vida, pero según impregnaba de sus canciones el aire, se llovía sobre el patio de butacas un incienso con olor a vida; una vida que a él se le podrá escapar a chorros por la herida que representa el cáncer que padece, pero que la hace nueva y limpia a través de las palabras que le brotan. La vida que se le escapa nos la cede y engalana con su voz, a veces aterciopelada y en otras como un martillo. Golpe a golpe nos recuerda lo que somos y aquellas cosas que deben de preocuparnos; inunda de buena filosofía todo cuanto nos rodea y, sin saberlo nosotros, nos llega adentro, nos llena.
Lágrimas y sonrisas, clamores y aplausos, risas y esperanzas. Todo se produce despacio, pero sin pausa. Hora y media que a todos parecen veinte minutos. Un milagro de una voz que cautiva cuando canta e hipnotiza cuando habla; que endulza nuestros oídos y humedece los lagrimales; que simboliza la vida y dignifica la muerte; que acude para curarte y te recuerda la espina; que da rienda suelta a la alegría pero se afana en la lucha y el trabajo.
No soy de aquí, ni soy de allá, no tengo edad ni porvenir... son sus señas de identidad, dejadas en esa ya mítica canción que le ha hecho ser partícipe e historia de su propia vida. A través de sus viajes conoció a mucha gente, pero nadie como Teresa. La madre Teresa de Calcuta, de la que gozó con su amistad, se hizo presente en el teatro ibense, momento en que cuantos creían pudieron ver el milagro de la dignidad en la vida y aquellos que no creían, pensaron que era mucho mejor hacerlo para poder disfrutarlo.
Un milagro llegado hasta la tierra de la ilusión y el juguete. Un regalo incomparable. Un cantor de voz calada, como el bastón en su mano, con la guitarra rasgada, para cantar al hermano. La humanidad es su gente y los que fuimos, amados.
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