El buen samaritano
Fran Dopico
Será que los años y la vida acercan nuestro pragmatismo natural hasta lo cínico pero revivo la frase aquella de “nada humano me es extraño”. Por eso, cuando escuché un comentario acerca de que es previsible que más de la mitad de la ayuda que se envíe a las zonas afectadas por el tsunami no llegue a sus necesitados destinatarios, no me pareció tan errada porque sucede siempre. Lo raro sería lo contrario.
Pero esta vez la tajada no se la llevan solamente los “corruptos gobiernos tercermundistas”. El área devastada era lo más cercano al paraíso de los ricos y una especie de clavija o interruptor económico entre Occidente y Oriente. Digo lo más cercano al paraíso de los ricos porque éstos no conciben su paraíso sin el infierno de los pobres. Allí tenían, tienen y tendrán residencia y centro bursátil, no los ricos a los que estamos acostumbrados por aquí, sino los que ganan el dinero del dinero, sin mercancía alguna. De la marejada de miles de millones de dólares que hacen falta para reconstruir lo destruido, una buena ola verde los salpicará a ellos.
El comentario que escuché era de un buen samaritano que iba a colaborar aunque pensaba “vale; pero no se vayan a creer que soy un tonto”. Su cálculo venía de una sencilla operación matemática: cada día mueren de hambre en el mundo veinticinco mil niños pero parece ser que no están bien publicitados como quien dice: ahora mismo hay en el mundo más de cincuenta guerras pero parece ser que sólo hay una.
Claro, la suspicacia del comentario deriva de la rápida acción solidaria de los países desarrollados que ponen de moda, por unos días, lo de ser buenos y bien peinados. Pero el buen samaritano debe saber que en estos días de humanismo también se nos hacen más visibles los que son solidarios siempre, sin aspavientos, llámense Vicente Ferrer o David sin apellidos. Y que por primera vez funcionan, ante una tragedia, los mecanismos lógicos de ese trasto inservible que llaman Naciones Unidas.
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