Memoria de Virginia. Fiestas 2007
Por Antonio Castelló
De las muchas acepciones que hemos visto dadas en los diccionarios que, a mano, teníamos de la palabra fiesta, la que más nos ha complacido personalmente ha sido la que nos da la edición de la RAE de 1817 —quinta de la general en dos tomos y primera en uno solo—. Dice su significado: “El regocijo público que se hace con el concurso del pueblo para que se recree”. Etimologías y derivados: ¡al Corominas!
El pasado año, por estas mismas fechas, escribía el que firma estas líneas sobre el zipizape —dialéctico y bastante justificado, claro— que se armó por el anómalo discurrir del “Passeig”. Decía, entre otras cosas, que para que las cosas salgan bien en ese acto hacía falta “buena voluntad por parte de los festeros, mucho más que la simple disciplina”.
También decía que “La Fiesta ibense será lo que quieran los ibenses y nada hay que no pueda resolverse con una pizca de buena voluntad”. Así ha sido. Este año los miembros de la Comisión parece que se han empleado a fondo y con acierto para que todo funcionase bien y a gusto de todos: festeros y público. Pero no nos engañemos, quien piense que las medidas disciplinarias son la panacea para corregir errores, se equivoca. La Fiesta, así con mayúscula, nace y crece desde la misma raíz del pueblo, que es el que la proclama, la trasmite porque la siente y la hace suya como propia y particular. Él mismo es el que la codifica, decanta sus actos y la reglamenta con su apoyo. De ahí nace la tradición y no de ordenanzas.
Aparte la lluvia —que retrasó el entrada mora, pero no la deslució—, el “Passeig” resultó espléndido. Apenas dos horas y media por la mañana y algo más de tres por la tarde. A eso de las nueve de la noche pude contar hasta diez escuadras desfilando por el tramo del “carrer Constitució”. También tengo yo la suerte de ver las entradas en un balcón de esa avenida. El espectáculo era impresionante, y las tradicionales y estupendas pastas “made in Ibi” tuvieron que esperar un tanto, pues la parroquia estaba prendida con el soberbio desfile.
Ahí, en ese mismo momento, fue cuando percibí de manera consciente la ausencia de Virginia. Miré el ángulo del balcón donde solía estar, y sí: restaba vacío. Comprendí que las consideraciones que iba planteándome toda la tarde no eran fruto de la lectura de centones, sino la memoria sobrevenida a mí por el recuerdo de sus impresiones. Tiré del hilo de su recuerdo.
Lo primero: sus finos labios esbozando una leve sonrisa que se trasmitía a su mirada entre tímida y retraída y que se encendía como un ascua al paso de cualquier familiar que desfilaba. Erguida mañana y tarde sobre unos zapatos de leve tacón, aguantaba estoica el desfile de las catorce comparsas —la mucha edad no era óbice para conservar una pizca de coquetería femenina-. Ni De Mille, ni tampoco Lean distraían su atención. Abandonaba su particular ángulo del balcón, eso sí, para saborear alguna que otra pasta genuinamente ibense y, sin proponérselo, darme lecciones de amor a Ibi. Sus noventa y ocho años le daban derecho al “cum laude”. Este año ha faltado a la cita, tenía otra: la que nos iguala a todos. Y lo siento de corazón.
Eso es la Fiesta: la celebración para el recreo del pueblo, el propio de cada comunidad y de cada individuo, nacida desde lo más íntimo de sus sentimientos. La tradición, esa historia no escrita, se forja así, no de otra manera. Los reglamentos, accesorios.
Enhorabuena a todo el mundo festero ibense.
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