Todos dopados
Por José Luis Fernández
La maldita competitividad que rige hasta nuestra respiración se ha cargado uno de los mayores espectáculos deportivos del mundo: el Tour. Claro que una carrera por etapas se basa en competir, en medir las fuerzas de cada ciclista, pero hace tiempo que alguien debió poner freno a los chutes para que el cuerpo humano -la mejor máquina jamás inventada- todavía dé un rendimiento más allá de la naturaleza y el entrenamiento sano.
Pero esta lógica de ganar cómo sea, y metiéndose lo que sea, lo ha impregnado todo, no sólo la bicicleta. En ese duro campeonato semanal, por ejemplo, por ver quién prolonga más la juerga nocturna y gana el premio al más marchoso, el doping se llama farlopa, según el ambiente en que uno se mueva, también conocido como perico o, más castizo, drogaína. Aparte de los efectos “halógenos’, que decía otro, el polvo blanco ofrece la ventaja básica de despejar y anular los efectos del alcohol, para que la fiesta dure más. El ser humano es así: se autodestruye el cerebro y las neuronas con un veneno (garrafón, con frecuencia) y con su antídoto. Doble terapia.
Otra prueba deportiva donde doparse está aceptado socialmente, pese a sus peligros, se disputa a diario en el tajo. Qué sería de la obra, del andamio, sin unos aditivos cerveceros o un tintorro en el almuerzo. Los atletas de alto rendimiento en esta disciplina, incluso hacen precalentamiento de carajas al amanecer, y ejercicios de relajación posteriores a la carrera a base de sol y sombras y otros copazos de sobremesa. En estas condiciones, el arnés y las otras medidas de seguridad se convierten en superfluas. Con lo machotes que se sienten estos reyes de la pista (y el andamio), prefieren saltar sin red, como el trapecista de Sabina. ¿Mano dura? ¿Más multas y represión? ¿O es mejor que estemos libres... pero muertos?
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