Por J. J. Fernández Cano
Con las turbulencias de los nuevos vicios y tendencias de nuestra sociedad en lo referente a economía y política, los que antaño nos apañábamos con un lenguaje coloquial y sencillo nos vemos obligados (si queremos estar al loro) a ilustrar nuestro vocabulario con toda una gama de abreviaturas, eufemismos y otros atajos y disfraces gramaticales que nos llevan a preguntar a los más entendidos: oiga, y esto qué quiere decir… A los viejos nos llaman de la tercera edad, a robar sustraer y a las putas de toda la vida –con todo el respeto que me merecen– chicas de moral distraída.
No ha mucho se comenzaron a leer y oír en los medios estas 4 letras: TTIP. Yo en principio no sabía si se trataba de un nuevo producto de insecticida, un aparato de de medir el tráfico de caracoles o alguna consigna para espantar el mal de ojo. Al fin me ha llegado a la espetera algún atisbo de claridad sobre el dichoso TTIP, tampoco mucha, puesto que hasta los mismísimos eurodiputados que adornan el Parlamento Europeo, andan casi en ayunas sobre el tema, si algo saben es gracias a las filtraciones, a las tan odiadas filtraciones para los no amantes de la transparencia, que cada vez son más. Por lo poco que he logrado entender, el sacrosanto poder económico pretende eliminar las pocas trabas que aún quedan para frenar los abusos que se cometen contra las clases trabajadoras, o más desfavorecidas y, el paso definitivo para lograr que la producción mundial esté en manos de unos pocos privilegiados sería el matrimonio comercial entre Estados Unidos y Europa, supondría poner la guinda sobre el pastel.
Los norteamericanos, que tienen muchas virtudes, nunca fueron un ejemplo en frenar las emisiones contaminantes para el medioambiente, mantienen a la venta productos fitosanitarios que en Europa llevan años retirados del mercado. Los productos manipulados con procesos transgénicos son económicamente muy rentables, la prueba es que han arruinado a muchos países que sobrevivían de estos productos cultivados de forma convencional. Nadie ha demostrado que los transgénicos sean nocivos para la salud, pero tampoco la ciencia ha garantizado que no lo sean, a la larga, el tiempo lo dirá. En la producción de carnes para el consumo humano, parecen tener la manga ancha en cuanto a permitir el uso de hormonas y otros estimulantes para acelerar los procesos de cría y engorde. Uno se pregunta cómo habrá de cuajar esta laxitud estadounidense en cuanto a los productos de consumo humano, con las rigurosas normas europeas; en esta pugna entre seguridad y competitividad, entre respeto medioambiental y rentabilidad comercial, alguien habrá de ceder.
Me temo que el resultado final será que los dioses de la Economía Mundial, en complot con la alta política, harán lo que les apetezca, una vez más y, como siempre, quienes no estamos conformes, tendremos que resignarnos con el derecho al pataleo. Lo digo por la experiencia que nos otorga ser ya gatos escaldados.