Por J. J. Fernández Cano
Se ve uno comprometido cuando una niña de once años (en este caso mi nieta) te plantea el porqué sobre casos tan espeluznantes como la masacre perpetrada recientemente en Niza. A mí, y creo que a cualquier adulto que tenga la mínima vocación de educador, en nuestra condición de padres, abuelos o siquiera hermanos mayores, hombres o mujeres, nos satisface hacer las veces de sociólogos con el fin de orientar a nuestros niños o adolescentes para que sepan, en la medida de lo posible, y según la experiencia acumulada en nuestros años ya vividos, cómo distinguir el bien del mal, cómo funciona nuestra sociedad y cómo debería hacerlo para que la vida fuera más justa para todos. Hasta ahí, mal que bien, nos vamos defendiendo como Dios mejor nos da a entender, pero cuando topamos con atrocidades como la de la de la Costa Azul francesa y otras por el estilo, nos quedamos sin razones, sin respuestas, se nos caen encima los palos del sombrajo.
Un camión de considerable tonelaje, conducido por un ser concienciado para morir llevándose por delante a la mayor canti- dad de criaturas inocentes (niños en su mayor proporción) es algo que escapa a todo calificativo, esta execrable acción nos pone ante los ojos una sed de sangre, una maldad, que sobrepasa cualquier tipo de enfermedad y deja chica a la mismísima locura. ¿Puede haber, acaso, creencia religiosa, ambición personal o afán de protagonismo que empuje a causar tanto daño, tanto dolor?
Sin pretender (pobre de mí) dar respuesta a mi atribulada nieta, ni a mí mismo, a semejante sinrazón, me limito a echar mano del manido recurso de concluir arguyendo que el ser humano sigue siendo el animal más complejo y contradictorio de todas las especies que habitan la Tierra. En nosotros se da lo mejor y lo peor de la Creación, desde los actos de bondad que rozan lo sublime, hasta las acciones más horrendas, que ponen de manifiesto los instintos más oscuros. Se cuentan por miles las personas que hay repartidas por el mundo auxiliando a enfermos y ham- brientos, a seres completamente excluidos de la sociedad, condenados a una muerte segura por carecer de un puñado de harina, niños que mueren por no tener con qué curarles un simple resfriado, y estas ejemplares personas, unas motivadas por sus creencias religiosas y otras no, pero todas empujadas por sus sentimientos humanitarios como raíz, sin más aspiraciones que la satisfacción de haber salvado vidas (que no es chica recompensa, si bien se mira) dedican su vida, y a veces la pierden, en un tenaz empeño porque nuestro mundo sea un poco mejor. O siquiera menos malo.
Y éstas, o parecidas explicaciones, esgrimo ante las incógnitas que se plantea mi nieta desde la perspectiva de su despertar al mundo que se le ofrece. Y ésas, las razones que me doy a mí mismo, y a quienes tengan la paciencia de leerme, en mi afán, no de arreglar al mundo, pero sí, al menos, de redimir con estas encomiables acciones, algo del mucho mal que causan los que matan por el mero placer de matar.