Son muchas las religiones, o credos, que tenemos en nuestro planeta. Muchas religiones y otros tantos dioses y, para cada religión su dios es el Único, el Verdadero, los demás son de pacotilla y a quienes los adoran se les tilda de infieles. A lo largo de la Historia esta abundancia de dioses fue origen de enfrentamientos sangrientos y de crueles infamias, pero como tales atropellos se cometían en nombre de Dios, del “Verdadero”, según cada religión, pues todo quedaba justificado, es más, suponía un mérito atesorado para entrar en el Reino de los Cielos.
Las cosas han cambiado –tal vez no para mejor– y en tanto que unos siguen actuando con el machete de destripar infieles en la mano y su dios en la mente, los hay que han cambiado el dios místico por el dios práctico: petróleo, territorios u otras riquezas que engrasan las ruedas del poder. Justo es añadir que en las más de las religiones hubo, y hay muchos de sus miembros, ejerciendo su teología en ayudar a los más desheredados de la fortuna, dedicando su vida, y perdiéndola en ocasiones. ¿Quién podría asegurar que estos seres, por su ejemplar comportamiento no merezcan ser elevados al rango de dioses?
Resumiendo: como cada ser racional tenemos el derecho inalienable a adorar al dios que mejor nos plazca, respetando a los dioses de los demás, hasta yo, dentro de mi humildad, hace tiempo que rindo culto a un dios hecho a mi medida, siguiendo los siguientes preceptos: gozar cada latido de mi existencia sin que ello vaya en perjuicio de alguien y, si daño u ofendo que sea por ignorancia y ruego a ese, mi pequeño dios, que me de las suficientes luces para pedir perdón al ofendido, así como resignación y entereza para soportar los malos tragos que la vida me tenga reservados.
Considero pecado muy grave el despilfarro, sobre todo si se trata de tirar comida a la basura o hacer mal uso del agua, teniendo muy presente que muchos seres mueren de hambre por carecer de un puñado de harina, así como muchas mujeres y niños se ven obligados a recorrer grandes distancias bajo un sol de infierno para acarrear un cántaro de agua turbia. Mi pequeño dios se llama Conciencia y se acuesta todas las noches conmigo, siendo un buen compañero de cama que vela mi descanso, o un aguijón que no me permite un instante de sosiego, según haya sido mi comportamiento ese día y, eso sí: no es un dios con brillante biografía milagrera ni me promete la Gloria o me amenaza con el Infierno, tampoco se define como único y verdadero, es un dios… humilde, sin papeles.