Nuestra cultura occidental se desmorona como un castillo de naipes. Y aunque uno no sea muy dado a pronósticos astrales ni a místicas profecías, no tiene más remedio que reconocer o, al menos dudar, si no habrá algo de verdad en algunas de las predicciones de astrólogos y futurólogos como Nostradamus, al pronosticar, en pasadas épocas, que todos los imperios acabarían muriendo por Occidente, por donde muere el sol, el astro rey que hace posible la vida.
Nuestro mundo occidental no se confiesa imperio, porque los imperios se cimentaron siempre sobre conquistas y botines de guerra, mientras que este… inconfesado imperio nuestro, se empeña en presentársenos como defensor a ultranza de los derechos más fundamentales del ser humano, paladín de la libertad y redentor del salvajismo y la ignorancia en el mundo. Por eso las conquistas de los últimos siglos se han venido haciendo en continentes en los que imperaba la ignorancia y abundaban las riquezas naturales, con el desinteresado fin de enseñar a las pobres gentes a rezar a nuestro dios y para librarles de sus riquezas, porque ya se sabe que el dinero es la carrera del infierno.
A la Grecia madre de nuestra cultura, según Homero y otros hacedores de su mitología, la forjó la conquista de Troya con su caballo de madera, con su Ulises, Agamenón, Melenaos y otros héroes. A esa misma Grecia se le están carcomiendo los viejos pilares y anuncia el extremo de no poder pagar en un alarmantemente corto espacio de tiempo a sus funcionarios y pensionistas. ¿Supone esto que nuestra civilización o cultura va a ir a morir al vientre que la gestó, como suelen hacer –según dicen– los viejos elefantes cuando barruntan la muerte…?
Qué pena no tener a mano a un Homero que nos aconsejara qué clase de caballo tendríamos que hacer ahora para conquistar sino Troya, sí al menos un mínimo de tranquilidad en esta sociedad de mercaderes imprevisibles. Así como a un Sócrates que nos alumbrara qué salida tendrá este condenado laberinto en el que estamos tan perdidos.
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