El velatorio
Te he visto de refilón cuando entraba a la sala mortuoria a dar el pésame a los familiares del difunto. Estabas hablando con Gonzáles—. Son las palabras con las que se dirige a mí un conocido en la puerta del tanatorio, a lo que le respondo:
—Querrás decir escuchando a Gonzáles, porque lo único que me ha dejado decir es que me iba al retrete antes de mearme patas abajo, prestando atención a su interminable y manida perorata.
Es lo que estamos habituados a ver a donde quiera que vayamos, sobre todo, si se trata de tanatorios o centros sanitarios, habilitados como socorridos centros de coloquio y esparcimiento y sacándolos de su natural condición de lugares de recogimiento y duelo, aunque, a lo que voy es a lo incapaces que somos (sálvese quien pueda) de mantener una conversación en la que todos y cada uno del grupo que la compone, tenga ocasión de exponer sus puntos de vista sobre el tema en cuestión, y esto no es exclusivo de improvisados centros sociales como los ya mentados, porque en debates y tertulias radiadas o televisadas se sobrepasan todas las barreras de la más elemental educación. Si la tertulia la componen miembros afines a uno de los dos partidos políticos mayoritarios (yo diría casi únicos) en nuestro país, la cosa suele ir sobre ruedas, porque se sobreentiende que el medio en el que se emite es a su vez incondicional de la misma cuerda ideológica, hasta se da el caso de que respetan entre sí sus turnos de palabra, ya que su cometido es tirar a degüello a los del partido opuesto. La cosa se complica cuando el debate lo componen incondicionales de ambos bandos de la casta política; en tal caso el asunto degenera en una auténtica pelea de perros rabiosos.
Estos debates —más bien combates verbales— los componen periodistas, escritores y gentes de acreditado prestigio cultural. Lo incomprensible, es que den lugar a que actos que podrían resultarnos de gran utilidad a quienes no tuvimos la suerte de acceder a esa preparación académica por andar detrás de las cabras o del arado, nos veamos obligados a apretar el botón de la tele o la radio, por vergüenza de asistir a tan lamentable espectáculo, en el que todos gritan y ni Dios se entiende.
Uno se pregunta si es que les pagan para que se muestren tan apasionados, agresivos o, tal vez han estudiado tanto, que han olvidado las normas más elementales de la buena educación, las que mamaron de sus padres y abuelos: habla y deja hablar a los demás. No te creas un listo rodeado de tontos.
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