Para los que ya no podemos sacarnos el Carnet Jove (ni falta que hace, porque los descuentos los pagan las tiendas, la Generalitat sólo se hace la foto), la reapertura del Cine Río es algo más que tener otro teatro en Ibi.
Los cuarentones, cincuentones y así sucesivamente nos pondremos nostálgicos si nos quedan neuronas en el disco duro, en la carpeta de nostalgia y recuerdos mozos. ¿Se acuerdan de aquella “sesión infantil” antes de la película “para mayores de 14 años” por alguna explosión, salpicadura de sangre o escena de destape?
Eran tiempos en que podías elegir entre esa cartelera y la del Roxy, que si querías exprimir el presupuesto, te ofrecía sesión continua el lunes, con su estreno del sábado y del domingo por el precio de uno. Y de vez en cuando también había programa en Los Salesianos. Quién nos iba a decir que todas aquellas historias hechas arte en imágenes, por narradores de la cámara españoles y norteamericanos, casi todos, tiempo después las tendríamos disponibles con un clic desde casa, en unas máquinas domésticas llamadas ordenadores. Y a pesar de todo, si el guión vale la pena, yo me sigo quedando con la pantalla grande, pagando.
A fuerza de ser pesado, volveré a echar mano de una metáfora: vaya usted al cine y piense que el dinero de su entrada le supone invitar a una cerveza (con tapa) al taquillero. Ya sé que en realidad lo que está pagando es el impuesto casi revolucionario de una multinacional norteamericana distribuidora de cine amparada en la libertad de mercado, y que lo único que hará rentable la sala de proyecciones será el sablazo con las palomitas y la coca-cola, pero al fin y al cabo, el personal contratado allí, seguramente un vecino de su barrio o de pueblo, depende de que acudamos un número razonable de espectadores.
En el caso del Teatro Río, ya que han invertido dinero de todos allí, pues hagamos ahora que resulte rentable económicamente o socialmente, a pesar de las sombras de duda que planean desde que se airearon las grabaciones de un concejal díscolo.
Si somos muchos los que reímos, lloramos y nos emocionamos con el arte que suba a este renovado escenario, seguro que germina el espíritu crítico y haremos entre todos una democracia más sana y transparente, con menos presupuestos de obras públicas hinchados para llenar estómagos agradecidos. Ojalá que se les caiga la cara de vergüenza a quienes, como esos históricos dinosaurios políticos de Convergència i Unió, se atrevan a explotar instituciones culturales como el Palau catalán para forrarse.