Por J. J. Fernández Cano
La soledad y el vacío han estado imperando varios años en lo que fuera la empresa juguetera Coloma y Pastor. Cada vez que he pasado por allí, y han sido muchas, ni una sola he podido evitar una sensación de pérdida, algo así como si un pedazo de mí mismo, formara parte de aquella quietud panteónica, del inmenso vacío que dejaban entrever las ventanas muertas de la casa sin alma. No es de extrañar, puesto que, bajo sus techos pasé 15 años de mi mejor juventud. La empresa ha desaparecido, pero no podrá certificarse su defunción mientras quedemos vivos quienes la integramos, cada cual desde el lugar que le correspondía, en su época de funcionamiento.
No me despiertan el menor interés qué causas originaron la decadencia y caída de esta fructífera empresa que tantos años fue fuente de producción y vida para muchas familias entre las que yo me cuento, básteme saber que en este mundo todo está condenado a nacer, crecer, envejecer y morir.
Quince años trabajando en una empresa dan para muchas cosas que contar, pero como dis- pongo de tan limitado espacio, me ceñiré a narrar lo esencial, las vivencias que más huella dejaron en mí. A principios de los 60 del pasado siglo, con mis 17 años de edad, fui contratado en la empresa Coloma y Pastor con el número de ficha 178, sita en la calle Alicante. Me hospedaba en unas modestas habitaciones del barrio del Rocío, por lo que, cuando me recogía alrededor de la media noche, tras haber asistido al cine (los jueves ponían dos películas por el precio de una) mi paso era obligado por la puerta de la fábrica y las ventanas de las oficinas se veían iluminadas, lo que delataba que, dentro, estaban los dueños y el entonces escaso personal técnico, devanándose los sesos con el fin de idear o per- feccionar nuevos modelos que sacar al mercado; no hacía falta cavilar mucho para llegar a la conclusión de que aquellos hombres, además de empresarios, eran creadores natos, sus aspiraciones económicas, perfectamente legítimas, corrían parejas con la ambición de ampliar la fábrica, aumentar la plantilla (como al poco tiempo hicieron), lo que dio como resultado que muchos padres de familia, entre los que yo me cuento, pudiéramos sacar adelante a nuestra prole. Nadie nos regaló nada, nos lo ganamos con nuestro esfuerzo, pero sí nos pusieron en las manos las herramientas con que poder lograrlo. Aquello sí merecía llamarse economía productiva, no a la que tenemos ahora: vergonzosamente especulativa.
Por todo lo expuesto y, por mucho más que en este espacio no cabría, he de decir que, cuando me encuentro con algún antiguo compañero de Coloma y Pastor, ya sea dueño o simple operario como yo, compañeros todos, al fin, puesto que todos navegamos en el mismo barco, me inunda una inmensa alegría, se revive en mí un vínculo imborrable, que sólo morirá cuando yo muera.