Como hermanos
Las cooperativas agrícolas comenzaron a proliferar a principios del siglo pasado; una forma muy bien estudiada por los campesinos, para defenderse de los excesos de que eran víctimas por parte de quienes gestionaban la transformación y comercialización de sus productos: molineros, almazareros y otras entes cuya codicia nunca tuvo límites, recuérdese el antiquísimo dicho que reza: de molinero cambiarás, pero de ladrón no te librarás. El carácter que definía a estas cooperativas era su espíritu de honestidad, se vencía, al fin, la lacra que suponía el tener que echarse en brazos de comerciantes que, en los más de los casos, esquilmaban los ya de por sí flacos productos del trabajo de los agricultores, obtenidos con sudor y lágrimas.
Este sistema de elaboración y gestión se ha ido degradando con el paso de los años hasta degenerar en un auténtico maremagnun de incongruencias y actuaciones contradictorias, en el que el agricultor comienza a sentirse más que hermano, primo. Se encuentra tan perdido, que lo único que ve con meridiana claridad es que en cada cosecha que entrega, sale más esquilmado que en la anterior, hasta el punto, de que ya comienza a plantearse la conveniencia de retornar (al menos en lo concerniente a la molturación que transforma la oliva en aceite) a las almazaras públicas de antaño, ya que los riesgos de salir trasquilado comienzan a igualarse en ambas alternativas.
Para encontrar las causas de esta decadencia habría que sumergirse en la contabilidad de estas cooperativas, ya que las liquidaciones y resúmenes que nos dan por escrito no resultan nada fáciles de descifrar, al menos para quienes no andamos muy duchos en la materia, o sea, que lo único que tenemos claro es que no lo tenemos claro, aunque, a mi juicio, una de las principales enfermedades que padecen las cooperativas, quizás su cáncer, es ese desmesurado afán por engrandecerse, a costa de endeudarse hasta las pestañas, tal parece que este vicio lo han copiado de los ayuntamientos y, así les luce el pelo o, mejor sería así nos luce el pelo a los ciudadanos, agricultores o no.
La diferencia estriba en que las cooperativas agrícolas son cosa de pobres, nunca tuvieron al alcance la teta del ladrillo, por ejemplo. Los mercados de los productos agrícolas están en manos de unos pocos que procuran, y logran, que dichos bienes no den al sufrido agricultor ni para cubrir sus costes y lleguen al consumidor (no menos sufrido) a precios desorbitados. Si a ello añadimos que la protección de las cooperativas comienza a no ser tal protección, llegará el día en que le resulte al agricultor más rentable apuntarse a Cáritas que cultivar sus tierras ¿serán entonces los países africanos quienes abastezcan nuestros mercados?
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