Buenos y malos
Poco después de Adán y Eva, la Humanidad apenas era una aldea a la que el Sumo Hacedor visitaba tantas veces como creía necesario para que las cosas no se salieran de madre y, según cuenta la leyenda, fue la misma grandeza física de Dios la que creó el problema: comenzó a causar miedo a los humildes aldeanos, sobre todo, a los niños, que cuando el Todopoderoso se presentaba en la aldea, se escondían debajo de las piedras, ya que camas no había, se inventarían un buen puñado de siglos después.
No valieron las explicaciones y demostraciones del Omnipotente sobre la bondad de su buen gobierno; su presencia, por grande, les seguía impresionando, asustando, más bien, por lo que el buen Dios tomó la sabia decisión de dividirse en muchos dioses pequeñitos, de forma que cupieran en el cuerpo de cada uno de los aldeanos, repartiéndose en los órganos más sensibles: la mente y el corazón y, a cada uno de estos dioses, lo llamó conciencia.
Y puede que sea este pequeño dios quien nos muerde las entrañas cuando hacemos daño de forma consciente, quien entabla una guerra en nuestro interior en la que los contendientes son los remordimientos por el daño causado y la satisfacción por el beneficio obtenido. Esto ocurre en la gente que yo considero normal, en quienes mantenemos una pugna permanente entre nuestros egoísmos personales y nuestros remordimientos de conciencia, que sirven de freno a la tentación de medrar a costa del esfuerzo de otros, pero al parecer, ese dios pequeñito no está en todas las mentes ni en todos los corazones, se conoce que, al haber aumentado tanto la Humanidad, con respecto a la aldea de la leyenda, ya no hay diocesitos, o conciencias para todos, el gran Dios no da para más.
El resultado es que esto que llaman conciencia, cada vez hay más mortales que no lo conocen y, si han oído hablar de tal virtud, se pasan el asunto por donde gotean los botijos, lo que da como resultado que el que puede, le pisa la cara al más débil: patronos que no pagan a sus trabajadores en función de lo que rinden, sino aprovechado la circunstancia de si es inmigrante o mujer.
Trabajadores que viven del absentismo y otras triquiñuelas, sin que la conciencia les de un aldabonazo advirtiéndoles que están siendo un cáncer para la empresa, para el trabajo de sus compañeros y para su propio bienestar y, políticos desalmados, que chupan del dinero público sin que les pase por la conciencia –perdón– por la cabeza, que el dinero que ganan de forma sucia es justo el que necesitan otros para dar de comer a sus hijos.
En fin: yo rezaría lo poco que sé, para que Dios, el dios de cualquiera de las muchas religiones a las que se les rinde culto, hiciera unas cuantas series de pequeños dioses, o conciencias, para que no anduviera suelto tanto desconcienciado por esta aldea, que ya se ha hecho más grande, incluso, que el gran Dios de la aldea.
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