Dinero y poder, una cosa es sinónimo de la otra, el dinero da poder y el poder se rentabiliza en forma de dinero y bienes que a su vez aumentan el poder, y así continuaríamos hasta el infinito. Este binomio, este monstruo de dos cabezas llevó al patíbulo a mucha gente desde tiempos inmemoriales, quizás desde que el mundo es mundo, y en los tiempos que vivimos, de manera ostentosa y desvergonzada. La sed de poder ha llevado al patíbulo a gentes que parecían inteligentes, pero que al fin se nos han mostrado como simples listillos. Recuerdo a don Mariano Rubio, que en paz descanse, en su época como Gobernador del Banco de España, hombre de gran prestigio y una situación económica cuyo desahogo, posiblemente, habría alcanzado hasta para sus nietos. Lo recuerdo compareciendo en un programa de televisión, tartamudeando, con los ojos velados por unas lágrimas, seguramente de sincero arrepentimiento, tratando de justificar un comportamiento injustificable. A partir de ahí no levantó cabeza, enfermó y murió al poco tiempo.
Hemos visto, estamos viendo todavía, al casi real yernísimo Urdangarín, en el punto de mira de la justicia, sometido a preguntas de imposible respuesta; un hombre hasta no hace tanto mimado por la sociedad, con el porvenir resuelto, las antípodas de miles de españoles que se acuestan cada noche con la angustia de no saber si al día siguiente podrán dar de comer a sus hijos, un hombre al que también le hacen preguntas y se las hacen al sistema semipodrido que da lugar a que pasen estas cosas tan lamentables.
En nuestro querido Ibi tenemos un fiel espejo de la sociedad (¿tal vez suciedad?) que rige nuestro día a día. Personas como la alcaldesa M. Parra, y el concejal M. A. Agüera que en su día –casi estoy seguro– empuñaron la vara de mando con la ilusión de mejorar la convivencia en nuestro pueblo, al margen de que en su andadura hayan cosechado aciertos y errores, al fin hayan sucumbido (presumiblemente y según abrumadores indicios, ya que la última palabra la tienen los jueces) a la tentación de morder el fatídico virus de la perdición.
Por éstos, por los arriba mentados y por todos los que han arruinado su prestigio y acabarán sumiéndonos en la miseria, no siento odio ni mucho menos, esos deseos de linchamiento que suena en las calles, sólo rabia e impotencia. Y lástima, sí, cierta dosis de lástima, porque el dinero es muy voluble, se gana y se pierde, pero el honor y dignidad de una persona, si se pierde, es muy difícil de recuperar. Casi imposible.