El hombre ha construido una bomba capaz de destruir la Humanidad y se ha sentado sobre ella a esperar pacientemente a ver qué pasa. Esta fue la frase que acuñó Miguel Delibes en su discurso de ingreso en la Real academia de la Lengua, una sentencia que, tres décadas después, nos da la suficiente perspectiva para temer que alcance el rango de profética.
El mal-llamado progreso nos empuja, inexorablemente, a lo que podríamos llamar un suicidio colectivo. Lo de que el mundo agoniza ya no es cosa de ecologistas recalcitrantes ni de agoreros predicadores del fatalismo; los aldabonazos de atención se suceden casi sin interrupción, quebrantando el ánimo de los más optimistas, las imágenes que vemos de Japón nos ponen ante nuestros ojos miopes y legañosos la cosecha devastadora de lo que tan temerariamente hemos venido sembrando en los últimos cien años. El tremendo descalabro económico originado por el tsunami en el país nipón, llegaría a restaurarse en poco tiempo si la cosa quedara ahí, pero las vidas que se ha tragado no se recuperarán jamás y la pena de sus dolientes durará siempre. Ahora, la amenaza nuclear que se cierne en el aire, podría ser de alcance impredecible; el presidente europeo y otras personalidades entendidas en la materia califican la situación de apocalíptica.
Einstein estuvo asegurando que todo era relativo menos el Universo, que es infinito, hasta que los norteamericanos dejaron caer sus bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, entonces agregó que también era infinita la imbecilidad del hombre. Si el sabio viviera nuestro presente volvería a reestructurar su teoría diciendo que la imbecilidad del ser humano va todavía más allá del infinito.
En contra de lo que afirman sus partidarios, la energía del átomo no resulta barata ni es limpia, puesto que los residuos que genera suponen un problema que no se puede disimular debajo de la alfombra; son costosos de guardar, su vigencia letal dura miles de años y su volumen aumenta de forma más que preocupante, con lo que la metáfora de Delibes sobre la bomba debajo del culo adquiere carta de autenticidad. Por eso, cuando miro la inocencia asomar a los ojos de mis nietos y de otros niños, cuya fe está puesta en nosotros, sus mayores, una interrogante me araña las tripas: qué mundo vamos a dejar como herencia a estas criaturas… La respuesta casi me la dan las portadas de los periódicos retratando la desolación de Japón. Pobres gentes.
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