En nombre de Dios
Días atrás, un creyente convencido de su fe me aseguraba, en tono de reproche, que muchos de los que vivimos estas fiestas navideñas no tenemos consciencia exacta de su significado y, a la inmensa mayoría, además de no tener ni pajolera idea de qué celebramos, tampoco nos importa demasiado el tema; a lo que le respondí sin titubeos que a mí podía incluirme en este último lote, puesto que, no necesito creer a pies juntillas que Jesús nació, vivió y murió exactamente como nos inculcaron o, trataron de inculcarnos, desde pequeños, para celebrar estas fechas que, por creencia o tradición, son parte integral de nuestra forma de ser.
A los no creyentes convencidos, nos basta con gozar estas fiestas navideñas –llamadas entrañables con todo merecimiento– practicando o no su carácter religioso, pero respetándolo siempre. Vemos con regocijo cómo nuestros pequeños (hijos o nietos) disfrutan en los festivales navideños que esmeradamente organizan sus profesores; compartimos regalos, mesa y charla con familia y amigos y aprovechamos para desearnos toda suerte de parabienes y venturas para la nueva etapa con la que nos disponemos a lidiar, tras los lindes de estas fiestas que establecen el antes y el después de cada año de nuestra vida. Por lo que veo y oigo y, teniendo en cuenta las estrecheces económicas por las que atravesamos, en esta ocasión somos más moderados en nuestros deseos, nos conformamos con pedir que el año entrante no sea peor que el pasado.
Estas navidades, que apenas hemos terminado de vivir, también van a marcar un antes y un después –lamentablemente– para esta desdichada familia que ha perdido un hijo en circunstancias trágicas, cuando apenas había estrenado su juventud y, este hecho inapelable, en mayor o menor medida también nos ha acompañado, creo que a todos los ibenses, en nuestras reuniones familiares. Se nos suele presentar como un doloroso estremecimiento, tan fugaz como intenso y, acabamos planteándonos el porqué de estas cosas tan tremendas; una pregunta que termina aleteando en nuestra mente sin encontrar su respuesta.
Sin el menor asomo de soberbia, ya que mi continente transitó siempre más bien por los caminos de la humildad, quisiera apelar a la posibilidad de la existencia de Dios, de cualquier dios de la religión que fuere, para rogarle que ese ramalazo de dolor que sentimos cuando nos acude a la mente el triste caso de este joven, sirviera, al menos, para restar amargura al trance por el que está pasando esta familia y, si ello no fuera posible, que este escrito suponga para ella mis más sentidas condolencias.
[volver]