Por José Luis Fernández Rodrigo
¿Por qué en algunas ocasiones se tuerce el guión de la vida antes de tiempo? Todos asumimos interiormente que un día dejaremos este mundo, desde chicos, basta con escuchar a nuestros hijos o nietos cuando empiezan a hacerse preguntas trascendentales con apenas cuatro o cinco años y nos dejan sorprendidos por esa precocidad.
Pero esa idea inexorable de la muerte la asociamos a la vejez, con resignación y a regañadientes. Nunca deja de ser un trago amargo. Cuando se presenta a destiempo, como ha ocurrido con Álvaro López Cremades, nos desgarra el alma porque se salta las leyes de la naturaleza, de toda lógica, y porque deja una obra de arte a medias, un cuadro sin terminar.
Sobre todo, porque sume en la tristeza y el dolor a sus allegados sin razón y sin ningún fin. No es justo apagarse con solo 43 años y que una familia se quede rota, sin respuestas ante un drama que nadie merece.
Poco consuelo podemos ofrecerles quienes tuvimos la dicha de conocer a este deportista brillante, que derrochaba buen humor y que irradiaba tanta vida. Qué paradoja. Quienes compartimos algunos momentos con él le recordaremos siempre como la alegría de la reunión, esa “espoleta” que disparaba sus comentarios con espontaneidad y nos arrancaba las carcajadas.
Era sano físicamente y sano en su espíritu, entregado con honestidad y sin dobleces a alegrarnos a los demás siempre. Por eso nos duele tanto no poder disfrutarle más que en la memoria y por eso nos apartaremos las lágrimas con el recuerdo de su simpatía cada vez que nos visite de nuevo su imagen en nuestra mente.
Hace solo unos días que te añoramos, Álvaro, y ese sentimiento no se apagará con el tiempo, aunque se mitigue el dolor más agudo de esas primeras horas. Prueba de que una parte de ti se queda con nosotros es que siguen aquí también, aunque han pasado ya décadas, José Miguel Cuenca Ayala y Hugo Apolo Lorca, entre otros muchos que dejaron la historia, nuestra historia, inacabada, mutilada sin remedio.