Por J.J. Fernández Cano
El pasado ha sido un año nefasto en lo referente a mujeres asesinadas por sus parejas, maridos, o compañeros sentimentales, que suelen llamarse ahora. Lejos de remitir, el salvajismo en esta tendencia sigue su avance inexorable como si de una maldición bíblica se tratara.
Esta degeneración, en el ser humano en general y en el género masculino en particular, nos muestra claramente que en vez de civilizarnos, tendemos a retroceder hacia nuestros ancestros, a épocas oscuras en las que se hacía necesario matar para seguir viviendo, en las que prevalecía la fuerza sobre la razón. Como diría el gran literato Miguel Delibes: el mundo ha evolucionado mucho, pero la imbecilidad del ser humano también; a peor, claro, lo que hace que ciertos aspectos de nuestra sociedad, tan sensibles como el que tratamos, nos lleven a pensar que somos más, pero no mejores.
En teoría, al menos, en nuestra cultura occidental la familia estructurada por una madre, un padre y unos hijos supone (o debería suponer) la base de la sociedad. Sin embargo, la realidad nos muestra, cada día más, lo sumamente difícil que resulta alcanzar este ideal.
El amor, si es verdadero, ni se compra ni se vende, como cantaba quien todos sabemos. El amor entre una pareja puede salvar muchos escollos, vencer muchas dificultades, pero no todas. La escasez económica no ayuda, precisamente, al buen funcionamiento de una familia, de una pareja. Las necesidades sexuales entre ambos cónyuges sólo coinciden en contados casos, en los más, la pareja comparte techo y lecho y sus apetencias discurren por caminos distintos, que rara vez llegan a encontrarse, lo que da como consecuencia inevitable un reprimido, o reprimida, por una parte, y un agobiado, o agobiada por satisfacer las necesidades de su cónyuge.
El amor entre pareja siempre fue una fruta agridulce, un cuadro de claroscuros en el que caminan de la mano los fulgores más exquisitos de la pasión y el negro dolor de la frustración y el desengaño.
Hay quienes afirman que el amor se les ha muerto. Sobre esto tengo mis dudas: lo ha matado el egoísmo por parte de uno o de ambos cónyuges, lo han dejado morir, no supieron interpretarlo, o tal vez nunca llegó a nacer. Otros dicen que al amor y al odio sólo los separa un paso; no es verdad: no se puede odiar a quien se ha amado.
Quienes insultan, maltratan o asesinan no es por causa de la semilla que dejó el amor ni por su pasada vecindad, sino porque tienen madera de crueles o de criminales. Una separación civilizada, por traumática y frustrante que resulte para la pareja y los hijos –en caso de haberlos–, no será la mejor solución, pero sí, posiblemente, la menos mala.
Odiar hasta el extremo de llegar a agredir o matar, no cabe en una mente normal.