Por J. J. Fernández Cano
Lo de los robos a las casetas de campo continúa teniendo lugar en nuestra comarca. Es como si esta desidia hubiera adquirido ya el rango de costumbre con el que no queda más remedio que convivir. Es una lacra social más, una de las muchas que nos ponen el vivir cada día un poco más difícil.
Ni que decir tiene, que este dañino asunto no puede equiparase al espeluznante aumento de muertes en carretera, las grandes tramas de corrupción, el terrorismo, o las mujeres asesinadas por sus verdugos, o `compañeros sentimentales`, como se les llama ahora, pero cada cosa en sus justos términos. Cuando alguien llega a su casa (ya sea de campo o no) y se encuentra con la puerta descerrajada, alguna ventana arrancada de cuajo y el interior con el suelo lleno de enseres pisoteados y rotos, no siente ganas, precisamente, de ponerse a bailar unas sevillanas, créanme, que yo he sufrido la experiencia cuatro veces en menos de un año. Seguido del trance viene la intervención inmediata de la guardia Civil (cuya actuación es intachable) para hacer la inspección ocular. Los agentes se muestran respetuosos y comprensivos de nuestra rabia y desamparo, sobre todo cuando ya nos consideran `clientes´ habituales (yo ya lo soy en los cuarteles de la Benemérita de Ibi y Castalla, ya que si se amontonan las denuncias que tengo formuladas, semejarían una baraja de naipes. No digo que los jueces mandaran a estos sorches a la cárcel, donde más que regenerarse aprenderían cosas que ignoraban, pero alguna que otra semanita de limpiar cunetas y desbrozar pinares no les vendría nada mal, eso sí, costeándoles la comida de cada día, que siempre sería mejor que el rancho de `la trena`.
¿Que a todo llega uno a acostumbrarse? No es cierto. ¿Que a hay que resignarse ante lo inevitable? Ni de coña. A la fuerza ahorcan; el derecho y la obligación de defenderse y defender uno su casa (aunque ésta sea una humilde barraca) Es inalienable, tan legítimo como el preciado bien de respirar. Ante el absoluto desamparo en que me encuentro, he adoptado el método de no cambiar más cerraduras: me limito a atar las puertas con un simple cordel, en forma de lazo, eso sí, para que los cacos lo tengan fácil. Esto me ha supuesto un considerable ahorro en cerraduras y reparación de ventanas.
Estos resultados me están animando a proponer a las autoridades ¿competentes? Digamos responsables de estos asuntos. Proponerles, digo, que nos eximan de pagar impuestos de las casetas. Ese dinero, los propietarios lo ofreceríamos a los ladrones a cambio de que respetaran nuestras modestas propiedades. Todo sería cuestión de intentarlo. Puede que sea esta una propuesta de locos, pero la de la resignación es de tontos, supone, a mi juicio, estar admitiendo que se nos viole en nuestros derechos, y encima se nos haga pagar la vaselina.