Por José Luis Fernández Rodrigo
Sin llegar a caer en aquel ridículo “agitación y propaganda” con el que el franquismo perseguía cualquier atisbo de disidencia, habría que revisar de una forma algo más restrictiva nuestra sagrada libertad de expresión. Que esta reivindicación provenga de las páginas de un periódico precisamente puede parecer una paradoja, pero hay tantas cosas que se hacen en nuestros tiempos en nombre de la libertad, que no me parece ningún disparate poner ciertos frenos.
Tras el atentado de Niza hace unos días, sin ir más lejos, algunos descerebrados han llevado flores al sitio exacto en el que murió el malnacido chófer suicida que se llevó por delante a decenas de personas inocentes. ¿Por qué no encaja esta conducta de provocación en el delito de apología o enaltecimiento del terrorismo? ¿O en el de incitación al odio y la violencia?
Nos hemos acostumbrado a que cualquier fulano pueda bramar los disparates que le parezca con total impunidad porque ¡ay!, no se puede tocar la libertad de expresión, una garantía y un pilar de nuestra democracia. Hace unos años, amenazaron desde Oriente Medio a los dueños de una discoteca murciana porque se llamaba “La Meca” y su arquitectura recreaba una mezquita. A una concejal alicantina también la coaccionaron y cuando acudió a denunciar las autoridades solo le dijeron que se resignara porque si la cosa traspasaba las fronteras no había nada que hacer.
Tantos esfuerzos para garantizar el libre comercio a escala planetaria, sin aranceles, la movilidad plena para las transacciones y la economía financiera, y tan poca voluntad para asegurar una convivencia pacífica por la disparidad de los códigos penales nacionales, en cada país...
Para unas cosas, la globalización resulta indiscutible y urgente, mientras que para otras, ya veremos, no hay prisa.
No es igual de grave matar que aplaudir a los que matan, pero a unos y otros hay que acorrarlarlos, porque los que empuñan las armas salen siempre de entre quienes justifican la violencia, la cantera terrorista se nutre de los simpatizantes, entusiastas, seguidores o como se les quiera llamar. Y su libertad acaba donde empieza la del prójimo, tiene como límites la violencia y cualquier acción que ponga en peligro la vida humana.