Por J. J. Fernández Cano
Si la primavera la sangre altera, el verano la hace hervir a gajos; no hay más que ver el trasiego de gentes que se arma con ese afán febril por cambiar de aires, conocer nuevos paisajes, descubrir distintas formas de entender el mundo y vivirlo, sobre todo vivirlo, para de esa manera, con esos conocimientos adquiridos, establecer comparaciones y sopesar qué merece ser conservado de lo que ya tenemos, y qué ser cambiado para mejorar, puesto que, si la mejor universidad de la vida es la calle, la mejor escuela del mundo, es el propio mundo.
Quienes tienen salud y medios económicos que se lo permitan, no se privan (y bien que hacen) de dedicar un dinero y un tiempo a darse un garbeo por esos mundos de Dios, aún a costa de padecer el calvario que supone pasar horas inacabables de espera en un aeropuerto, la pérdida de la maleta cuyo contenido era imprescindible, o perder un vuelo a causa de haber caído en el cepo de un atasco el taxi que los llevaba al aeropuerto. Pero todo esto, este rosario de prisas, agobios y sobresaltos, forman parte integral del viaje-aventura que se proponían realizar, completa y da emoción a la mini-odisea que posteriormente contarían, no sin cierto asomo de orgullo, a amigos y familiares.
Quienes cuando disfrutábamos el rigor de la juventud no teníamos dinero ni tiempo para corrernos estas aventuras tan saludables, porque además andábamos criando a la prole, y ahora tendríamos posibilidad de rebañar algunas perrillas para permitirnos tal lujo, la juventud se nos va convirtiendo en reuma y otras pejigueras que no van acorde con esos trotes, vivimos estos fulgores estivales en nuestras queridas sierras (que no están nada mal) adobando los días con nuestro sol, paella y sangría, viendo, a través de la caja tonta, cómo funciona el mundo y cómo no funciona nuestra política nacional, enquistada en un amasijo de egoísmos y sinrazones.
Desde la benevolencia de nuestro estío serrano vemos, también, aunque difuminada por un sinfín de noticias, esa otra sangría permanente de seres humanos que mueren ahogados un día sí y otro también practicando ese otro “turismo” forzoso: el de la desesperación, el de quienes no buscan ampliar sus conocimientos, puesto que son recibidos a palos y enjaulados entre alambres espinosos, sino poner tierra de por medio entre sus tierras y sus casas en donde, además del hambre, tienen muchas posibilidades de terminar despanzurrados bajo toneladas de escombros, huyen de las bombas cuya fabricación y venta ha enriquecido a otros.
Dicen que la Historia es el tribunal que al fin pone a cada cual en el lugar que le corresponde y, puede que algo de verdad haya en esta afirmación, puesto que tenemos un ejemplo en el caso de la invasión de Irak: poco a poco, paso a paso, se va desliando la madeja dando a conocer que aquel genocidio se inspiró en una trama de falsedades y los tres siniestros personajes que lo decidieron en las Azores están quedando con el culo al aire, pero… ¿alguien va a resucitar a los muertos?