El burro del campesino
No podría asegurar con certeza si se trataba de un burro, un perro, o, quién sabe si un caballo. Tampoco recuerdo dónde leí la historia que me dispongo a narrarles ni siquiera cuándo, o quién me la contó. El caso es que un campesino pobre –como todos los campesinos– tenía un burro (dejémoslo ahí), muy viejo y medio ciego y, a pesar de que el achacoso jumento no cumplía con las funciones propias de su condición, el campesino no se deshacía de él: en parte por compasión, en parte porque no disponía del suficiente dinero para cambiarlo por otro más joven.
Un día, el desdichado animal, a causa de su corta vista, cayó en un hoyo del que sus escasas fuerzas no le permitían salir, ni siquiera con la desesperada ayuda de su dueño, que, ante lo inútil de sus esfuerzos y con los ojos anegados en llanto, se armó de pala y azadón para dar sepultura a su fiel compañero. Algo debió despertarse en el instinto del animal al sentir cómo la tierra se acumulaba en su lomo y, comenzó a estremecerse, haciendo que ésta resbalara hasta sus patas, que comenzó a mover, utilizando sus cascos para aplastarla a medida que caía. El hoyo se fue llenando hasta alcanzar, casi, el nivel de la superficie, con lo que el burro salió de lo que había pretendido ser su tumba.
El hoyo en el que nos ha sumido esta despiadada crisis, en la que muchas familias se encuentran sin un jornal que las sostenga ni un techo que las cobije, me trae a la memoria este cuento que, Dios sabrá quién inventó. Nuestra sociedad se nos cae de vieja y nuestros gobernantes se empecinan en remendarla utilizando los caducos métodos de siempre: inyectando dinero a quienes ya lo tenían, mimando a los principales culpables de la angustiosa situación en la que estamos inmersos. El dinero que en principio fue a parar a los bancos, no ha tenido la menor repercusión en el funcionamiento de nuestra economía. Las grandes compañías del sector del automóvil, andan con las fauces abiertas a ver qué se puede pescar en este río revuelto, en tanto que pequeños empresarios, trabajadores autónomos o asalariados –que producimos más del 80% de la riqueza de nuestro país– nos debatimos en una desesperada lucha por salir del hoyo, pataleando y tratando de sacudirnos la tierra, en forma de impuestos abusivos e inapelables que nuestro gigantesco aparato burocrático nos echa encima, o sea: justo como el burro del campesino.
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