Editorial 634
De momento sigue en pie la convocatoria de huelga general para el próximo jueves 29 de marzo. Puede que negociaciones de última hora provoquen su cancelación, pero esta posibilidad es bastante remota.
Aquellos que no tienen un empleo, más de cinco millones de españoles, lo tienen mucho más fácil, porque no es necesario que dejen de ir a trabajar ese día. Éste es el primer punto caliente de esta huelga anunciada: los que salen a protestar son los que tienen trabajo, cuando sería más lógico que aquellos que llevan meses (o años) sin trabajar se echaran a la calle para exigir este derecho fundamental.
En cualquier caso, así están las cosas y los españoles con trabajo están llamados a abandonar su puesto durante las ocho horas que corresponden, habitualmente, a una jornada laboral. En definitiva, quienes decidan ir a la huelga no tendrán que madrugar ese día, porque las manifestaciones suelen convocarse cuando el sol ya está alto. Y eso los que vayan a las manifestaciones, porque los que decidan no ir tienen ante ellos un día entero de asuntos propios, a no ser que se arriesguen a ir a trabajar y que un piquete les amargue el día.
Osea, huelga de nueve a una y de cuatro a ocho, con la única diferencia con un día normal de que no hay que fichar. Puede parecer un análisis simplista y demagógico, pero, desde luego, mientras esto esté montado así, las huelgas seguirán sin servir para nada.
Un día sin ir a trabajar sólo perjudica a las empresas y a los empresarios, que son justamente quienes ofrecen, en mayor o menor medida, los puestos de trabajo. Una huelga de un día, de unas horas, le hace cosquillas al Gobierno, que es el responsable de la reforma laboral; y más una huelga como ésta, ya prevista y asumida por Rajoy y sus mariachis.
Los sindicatos saben qué hay que hacer para que una huelga sea una huelga. Pero no lo hacen.