A ver que nos entendamos. El domingo 22 de mayo se celebraron en España elecciones municipales para que los ciudadanos de este país expresaran su opinión en las urnas y votaran a las personas más apropiadas, según el criterio de cada cual, para ocupar las alcaldías de sus respectivos pueblos y ciudades. ¿Hasta aquí vamos bien? Pues seguimos.
Detrás de esas cabezas visibles, los candidatos a las alcaldías, había una serie de personas que conformaban las listas electorales de los distintos partidos; personas que, por obra y gracia de la Ley d’Hont, fueron bendecidas (o no) con una concejalía, dependiendo del número de votos recibido por el partido en cuestión. Así, las listas más votadas obtuvieron el mayor número de concejales y, por tanto, la potestad de decidir los designios de los municipios durante los próximos cuatro años.
Eso es, hasta ahora, lo que se considera democracia: atender a la voluntad del pueblo (es decir, de la mayoría). En teoría esto debería funcionar así y punto. Si un partido consigue diez concejales (como en Ibi) u ocho (como en Castalla) y el resto de formaciones obtiene menos representación, a pesar de que juntándose todos sumen más (ya sean rojos, azules, verdes, centrados, descentrados, etcétera), quien debe gobernar es la lista más votada.
Deberían saber que otra cosa, llámese pacto, acuerdo, entendimiento o intento de conservar la vara de mando aunque caigan capuchinos de punta, supondría una deslegitimación de la democracia y un insulto al pueblo, que vería atónito cómo su voto no ha servido para nada, pues todo se limita a burdos manejos para obtener la mayoría a cualquier precio y así poder gobernar desde la atalaya cuatro años más.
No, señores, esto no funciona así. Hágase la voluntad del pueblo. Ahora toca trabajar, trabajar y trabajar, como anunciaron casi todos en campaña.