En un lugar de La Mancha de cuyo nombre nunca me olvidaré, porque allí nació la madre de mis hijos, gobernó un alcalde hace medio siglo largo, que pasó a figurar en la historia del decir popular como el alcalde “Tapabaches” por su tenaz empeño por cubrir los baches de caminos y calles de su término aunque fuera con un puñado de humo. Eran tiempos de escasez severa; los ayuntamientos no tenían un pataco y sus ciudadanos –sacando los socios del Casino– todavía menos. No como ahora, que derrumban y arrumban plazas, jardines y aceras para construir otras nuevas, como si de compresas de usar y tirar se tratase, ¡viva el lujo y quien lo trujo!
Al hilo de lo que cuento, quisiera hacer saber a quienes tengan la bondad y la paciencia de ojear estos escritos, el estado de desidia al que ha llegado el camino que sale de Ibi por La Pileta, cruza el barranco de La Boquera y desciende por las laderas de La Devesa hasta entrar de nuevo al pueblo por el cementerio. Los hoyos están más espesos que el lino, lo que hace imposible soslayarlos. Y además de profundos, sus bordes son filosos como cizallas, con lo que si te despistas un poco, el batacazo te puede acarrear reventón de rueda y descoyuntamiento de cervicales.
Este camino, además de por vehículos, es muy transitado por ciclistas y viandantes que alivian sus dolencias a golpe de calcetín, una terapia que, además de evitar intoxicarse a base de fármacos, permite a los caminantes gozar de nuestros bellos paisajes y respirar la delicia de nuestros aires, al menos hasta que terminen de convertir (que esa es otra) nuestros caminos rurales en estrechos callejones, cercando las parcelas con muros carcelarios cimentados al filo de las cunetas. De cualquier forma, creo que el ya citado camino merecería, sino asfaltarlo de nuevo, sí al menos darle un lavado de cara tapando los hoyos más grandes, aunque fuera con granzones de asfalto de esos que desechan en las importantes obras de quita y pon que se están llevando a cabo en las calles del pueblo, pues, aunque ésta no fuera la solución ideal, siempre nos quedaría el consuelo de que: más vale feo remiendo, que bonito agujero. Ya están surgiendo ciudadanos espontáneos que, con su mejor intención restauradora, cubren los socavones más grandes con alguna que otra esporteja de escombros, pero en vez de hacerlo con casquijos y ripiajes de más noble condición, lo solucionan con restos de manisas o azulejos, con lo que los malditos hoyos se nos transforman en auténticas camas de fakir que, con sólo vislumbrarlas, se nos ponen los pelos como escarpias.