Con lo fácil que han resultado siempre las cosas del idioma en esta terra mestiza, ¿por qué nos hacemos modernos y lo complicamos ahora? Entre gentes de bien, que son la mayoría, hablar en valencià o en castellano (o viceversa) jamás enfrentó más que a algún zopenco: para los venidos de otras latitudes, en los años 60, qué mayor motivo de orgullo hay que chapurrear la lengua de sus nuevos paisanos, con el paso del tiempo, y sentirse realmente tan de la Foia de Castalla como los gaspatxos o la saginosa. Si no hablarlo con fluidez perfecta en su quehacer cotidiano, al menos entenderlo al 100% es una asignatura más que superada, a estas alturas. Y la siguiente generación, de sus hijos, está más que “normalizada”, como reza la jerga educativa.

En el otro lado de esta cuestión idiomática, ¿cómo olvidar que cualquier valencianohablante, cuando no conoce a su interlocutor, se expresa invariablemente en castellano para asegurarse que comprenderá sus palabras? Al menos, antes era así. Pues llevamos camino de parecernos, para mal, a ciertas ridiculeces totalitarias de los políticos catalanes y su llamada “inmersión lingüística”. Una familia de Biar se ha topado con problemas para matricular a su hijo en castellano. ¿No hay forma de ofertar las dos opciones en todos los municipios? Si es grande, con repartir los colegios según la demanda, está arreglado. Y si el pueblo es pequeño, pues el reparto se hace con aulas.

Me explico. En lugar de diseñar un mapa en el que Castalla, Tibi y Biar enseñarán en valencià, mientras que Onil e Ibi lo harán en castellano, por ejemplo, que se haga la preinscripción y las familias elijan lo que quieren.

Incluso la cosa puede cambiar de un curso a otro, con más o menos plazas en la lengua del Cid o en la de Tirant lo Blanc. A gusto del consumidor. En mi caso, yo alternaría ambas para mis hijos, un año en una, y el otro, ¡cambiazo…! Y así las conocen por igual. En estos casos, sí se trata de libertad, pero con los negocios y los mercados, no, por favor.