Editorial nº 629
Lo que ha pasado con el juez Baltasar Garzón (la sentencia del Tribunal Supremo que le condena a once años de inhabilitación y, por tanto, le prejubila y lo quita de enmedio para que no incomode más) es otro de los escándalos que sigue tensando la cuerda. Una cuerda que, cuando se acabe por romper (o, mejor, cuando la acaben por romper los de siempre), acarreará una verdadera revolución ciudadana, un clamor popular, esperemos que no violento, pero nunca se sabe, porque parece que nuestros gobernantes están jugando a comprobar hasta dónde llega nuestra paciencia.
¿Alguien se cree que en la sentencia del juez Garzón no han intervenido factores políticos? Primero fue la absolución de Camps y ahora la condena a Garzón. El mundo al revés. Resulta que Garzón ordena grabar las conversaciones internas de una panda de presuntos chorizos, algunos de los cuales reconocieron sus miserias para no ir a juicio y otros han ido a juicio y han resultado ‘no culpables’ (que no es lo mismo que ‘inocentes’), en una indignante sentencia sin precedentes. Y ahora, en lugar de impartir Justicia, se castiga al juez porque, presuntamente, se extralimitó al ordenar las grabaciones.
Sinceramente, si hace falta poner una grabadora o una cámara oculta para cazar a un violador, a un asesino, a un narcotraficante o a un ladrón (de guante blanco o de guante negro, es ladrón igual), la Ley debería amparar este tipo de procedimientos, y no poner, encima, trabas y obstáculos. Lo que no es decente ni de recibo es que se deje en la calle al violador, al asesino, al narco y al chorizo, a pesar de haber reconocido su delito en una grabación, porque esa grabación ha sido obtenida de forma ilícita o quien la ha ordenado no estaba autorizado para ello. ¿Pero esto de qué va, exactamente?
Cuando se rompa la cuerda, que se romperá, que no esperen más indignados de medio pelo. Que esperen lo que se merecen.