Qué solos quedan los muertos
Los vivos desfilan durante todo el día desde el camposanto al pueblo, desde el pueblo al camposanto, en un hormigueo interminable que casi alcanza el rango de eternidad por la fuerza de la costumbre. Es un desfile permanente de rostros serios, investidos de respeto por sus muertos, por todos los muertos del pueblo, tal vez por todos los muertos del mundo, porque es el día de su santo, de todos sus santos.
Quienes observamos el permanente desfile podemos apreciar el grado de dolor que ensombrece la figura de cada viandante, por su forma de caminar, por la inclinación de su cabeza o el abatimiento de sus hombros. Los hay que forman parte del piadoso cortejo por puro respeto y costumbre, puesto que su dolor ya quedó embalsamado por el tamiz reparador del tiempo, que no borra el recuerdo, pero sí hace el sentimiento más llevadero; pero también quienes cargan con un sufrimiento que se les asoma a los ojos: éstos son a los que la herida de su pérdida todavía les palpita en el alma.
La tarde va cayendo y el carril que conduce al cementerio se va vaciando de gente, sólo algún rezagado camina con apremio para cumplir con su difunto. En el sobrio campo de las tumbas van desapareciendo los visitantes a medida que las sombras brumosas del crepúsculo devoran lentamente los últimos claros de la tarde. Un relente húmedo comienza a gemir en el ramaje de los pinos, y los cipreses inclinan sus copas con gesto reverencial, despidiéndose del día que agoniza entre los brazos ásperos y fríos de la noche de Santos, tan otoñal ella, tan triste. Una anciana que ayuda sus pasos con un cayado, se detiene ante una lápida y murmura una oración, en tanto que el sepulturero, o encargado del lugar, espera pacientemente junto al portón de salida. Es un hombre joven, en contra de la imagen que siempre tuvimos de las personas que desempeñan esta función. El joven se aproxima a la anciana y se inclina hacia ella con amabilidad:
–Señora ya tengo que cerrar. La noche se nos ha echado encima y aquí no queda nadie; sólo usted y yo.
La anciana alza su mirada llorosa y asiente con la cabeza.
–Y los muertos.
–Sí, claro… También los muertos.
Cuando llegan a la puerta, la anciana se da la vuelta y contempla el recinto engalanado de crisantemos y mármoles. Un rayo de luna se escapa un instante por entre las nubes y derrama su plata fundida, dando al paisaje un tinte de irrealidad. La anciana eleva la mirada hasta encarar el rostro del joven.
–Cuando yo era muy joven, casi una niña, leí un libro de Gustavo Adolfo Bécquer, ya sabe, el de las rimas. En uno de sus poemas, o leyendas, decía: “Qué solos quedan los muertos”.
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